Dulces son los sueños de la tierra

Esta crónica fue premiada en el concurso nacional para periodistas «Perú se reactiva», organizado por la Sociedad de Comercio Exterior del Perú y el banco Scotiabank.

De cómo la panela ha empoderado a una pequeña comunidad de la sierra piurana.

A dos horas del final del Perú, en la sierra escarpada de Piura, un hombre flaco sentado sobre el muro de un trapiche mira a las estrellas y la luna de julio. Envuelto en el aire dulce de la panela, sueña. Como ya ha soñado cuatro años atrás los proyectos más grandes e imposibles que por esas tierras alguien se ha atrevido a imaginar. Ese hombre es Efrén Campoverde, el presidente de la asociación agrícola San Bartolomé de Los Paltos.

Aquella noche es particularmente alegre porque ha empezado la molienda y los hornos con su llama roja iluminan el manto de la noche. Por la tarde en el primer día de jornada se han contado las esperanzas que guardan los hombres y mujeres de Los Paltos, un pueblito agrícola de 45 familias, enclavado entre la niebla y el monte, cerca del Ecuador, y donde se produce, según afirman todos los protagonistas de esta historia, una de las mejores panelas de todo el continente.

Por la mañana Efrén ha recordado el principio de los sueños: cuando encontró el hilo de agua que brota de la gran montaña. Esa era la conjura a todos los imposibles, se podía construir el primer reservorio para regar los campos de caña, impulsar la asociación y llevar el agua a todas las casas. Era agua cristalina que venía de muy arriba , un agua antigua, pura como un buen sueño. Se filtraba por las rocas y los árboles, luego se precipitaba por los abismos. Siempre con la misma intensidad, ni cuando llueve se convierte en quebrada violenta ni es moribundo cuando llegan los días secos de setiembre. A aquella herida transparente de la montaña llevaría  Efrén a los ingenieros del estado para demostrarles que si se podía construir un reservorio de agua en Los Paltos. Semanas después la Asociación Nacional del Agua (ANA) enviaría a un  ingeniero para comprobar si era cierto lo que Efrén había repetido incansablemente en todas las reuniones posibles y en decenas y decenas de cartas.

Cuando se supo en todo el pueblo la noticia de la llegada de aquel visitante , la incredulidad entró en el espíritu de sus compañeros. 

«Eso es un sueño, no va a querer, es una fuentecita», le decían los demás socios. A Efrén, que en hebreo significa el que siempre da fruto, se le achinaron los ojos por la risa. «Ya verán, ya verán», les dijo.

Una tarde antes de la llegada del ingeniero trazó su plan, lo esperaría en la primera curva de Oxahuay, el pueblo de abajo, luego durante todo el camino le conversaría la historia de la asociación y sus sueños del futuro.  Al resto de agricultores el plan no terminaba de convencerlos, seguían mirando el hilo de agua con tristeza, sentían cómo poco a poco se extinguían las esperanzas. Ya no habría asociación, ni caña, ni panela, ni nada, se llenarán de maleza los campos y quizá los más jóvenes, uno a uno, se tendrían que marchar del pueblo, así hasta que el último de los últimos viejos muera. Pero en lo profundo del ser confiaron en la palabra de ese hombre de ojos vivos y habla pausada que siempre, desde chico cuando le llamaban Chava, había tenido buenas ideas. ¿Acaso no fue él quien dio la idea de fundar la Asociación San Bartolomé de Los Paltos?, ¿acaso no les tocó a cada uno la puerta de sus casas para animarlos luego de haber sufrido el desaire de las autoridades? ¿acaso no fueron juntos a Piura para formar algo que sería suyo y no de las cooperativas? con tantos aciertos supusieron, se dijeron para sí— en lo más profundo de su ser—, que se debía que confiar. 

        Cuando llegó el día, el bus que trajo al ingeniero se retrasó. En esos años el camino era más culebrero, el abismo hasta parecía más grande. Así que Efrén tuvo que esperar mucho rato, y cuando por fin el hombre apareció ya quemaba fuerte el sol, era mediodía. A pesar del calor y la fatiga, Efrén no perdió ni una pizca de su arrojo. Cogió las maletas y durante la caminata le fue contando todo lo que se puede contar en una hora; pero los sueños eran desbocados y grandes para narrarse en la pequeña distancia de un camino. Cuando apareció la primera casa le dijo que ya era tarde para ir a la caída de agua, mejor sería disfrutar del banquete que en su casa habían cocinado especialmente para su llegada. Al día siguiente el ingeniero inspeccionó la caída de agua, guardó un poco en frasquitos de laboratorio y dijo adiós.

Las grandes montañas rodean el pueblo de Los Paltos, la mayoría de ellas han sido utilizadas para sembrar caña de azúcar.

-Cuando se fue nos quedamos pensativos, luego de quince días llamó y sabes qué dijo… ‘¡se hace el reservorio! su agua es una maravilla, y si un día quieren pueden envasarla, sería Agua Los Paltos’– Efrén extiende los brazos como quien sostiene un cartel de luces de neón, y suelta una carcajada impecable, en ese momento no es Efrén es Chava, el mismo niño soñador que a lomo de mula acompañaba a su abuelo a vender la chancaca por todos los pueblos del corredor ayabaquino. El reservorio se construyó al mes siguiente. La aventura había comenzado, el primer escollo estaba salvado. 

Años después, Florentino Cungarache- socio activo de la organización- se anima a decir, mientras mete las cañas en la boca metálica del trapiche, que sin el reservorio el sueño de la asociación no hubiera sido realidad.

-Vea usted que todo está conectado, después de eso nos animamos a seguir nomás- luego da la vuelta al trapiche y llena una taza con el jugo espeso y acaramelado que se obtiene de la caña.

– ¿Quiere probar el guarapo? esto ayuda a resistir todo el día, nada que pastilla, esto cura todo… hasta la flojera- Florentino sonríe, aquí todos tienen la risa fácil, son pródigos con el buen humor, desbordan palomillada, como wawas inocentes; cuando trabajan tararean canciones alegres o se narran historias que algún anciano ha contado hace muchos inviernos. Si alguien no puede con un tronco o el burro se le pone terco corre un compañero a ayudarlo, si el que muele la caña está cansado corre otro a reemplazarlo, si falta cañazo se manda a Miguel- el más joven- a ver cañazo donde la señora Rosa. Desde que llegaron los tiempos de la asociación, trabajar ya no es el símbolo del campesino con la cerviz humillada, sino la alegría de hombres y mujeres que con el viento cargado de miel se guían hacia un futuro promisorio. «Quizá hasta hagamos un camino cuando la asociación sea grande, le compraremos alguna ropita a nuestro patrono San Bartolomé, nuestros hijos irán a la universidad y volverán a trabajar con nosotros. Todo… todo se hará», se repiten los unos a los otros en el trapiche. Tomás, Efrén, Don Chamba, Carlos Cungarache y Adelguisa, aquella anciana menuda que llega desde Oxahuay para colar la panela. Cuyo padre fue un agricultor muy pobre que molía caña noche y día para ganar dos platos de comida.

-Era como la esclavitud- recuerda Agelguisa- En ese tiempo el trapiche se movía por los toros y la voluntad del hombre. Se trabajaba semanas para sacar apenas 20 quintales, tampoco se evaporaba el guarapo para convertirlo en panela, el proceso terminaba en grandes bloques de chancaca y el comercio ocurría entre pueblos cercanos. En El Pajonal se cambiaba el aguardiente y la chancaca por arroz, maíz, frejol o kerosene. Con los pueblos del Bajo Piura, que llegaban en mulas hasta Montero, se hacia trueque por pescado, camote o arroz- Adelguisa a vivido eso, puede que por ello los caminos no le cansen- ahora se sufre, pero no tanto como antes. Dice y mira hacia el acantilado verde que se abre como un tajo frente a las casas del pueblo. Adelguisa sueña con exportar la panela. Esa es una gran visión en un país donde la producción de panela no es predominante ni su consumo, y cuya presencia internacional está ampliamente superada por Colombia y Brasil. Pero ella y sus compañeros están decididos en revertir esta situación.  Adelguisa tiene una hija que se ha graduado de ingeniera ambiental en la Universidad Nacional de Piura, el centro superior más importante de la región de Piura, y planean que pronto trabajará con ellos en la asociación. ¡Todos para uno, y uno para todos!, es el lema que rige al pueblo.

-¡Esa es la minga, la fuerza de nuestra comunidad!- desde los hornos ardientes se oye una voz recia, pero no se logra ver al hombre por el humo espeso que despide el bagazo cuando arde, parece ser alguien enorme porque desde que empezó la molienda ha formado pilas y pilas con los troncos gruesos de leña. El sol ha empezado a pegar fuerte a esas horas, abajo el pueblo se ve muy amarillo y las montañas tienen un verde brillante, como si alguna lluvia ligera hubiera mojado las ramas de sus árboles. En ese momento un viento fuerte baja desde el monte, logra disipar el humo de las chimeneas y rueda por el acantilado. Allí aparece Julio Lloclla- que en quechua quiere decir aluvión, fuerza del agua-cargando un tronco más grande que él, a su lado está Mascote, el perro negro, lanudo e inmensamente fiel que le sigue a todas partes. Este es ecuatoriano, desde chiquito se vino a acompañarme, ya es peruano entonces, ¿sí o no?, interroga Julio a Efrén. Ese es peruano, de Los Paltos, perro panelero…, le responden todos. El anciano se ríe, es bajito, sus brazos morenos son fuertes, se puede decir que es como un gigante en miniatura.

Tiene 77 años, sabe cuándo cambia el ciclo de las lluvias con sólo mirar el cielo por las noches. Toda la vida ha trabajado en el campo, ha sembrado caña, maíz, café, frejol. Ha visto las grandes lluvias que pare el fenómeno de El Niño, ha vadeado las quebradas más violentas, el silbido de los vientos bravos que bajan desbocados de los cielos al inicio del año, no les teme a los toros chúcaros, y algunas veces se ha encontrado en el camino con algún aparecido, sobrevivió al Covid y volvió al campo, a correr con mascote, contento por la formación de la asociación San Bartolomé de Los Paltos que más temprano que tarde enviará de la mejor panela a la Europa lejana. Don Lloclla dice que la tierra es su madre, la ciudad no es pueblo para ellos, ahí no se está tranquilo, siempre andan los hombres muy apurados, aquí tiene buena comida, un buen amigo y una gran vista.

– ¿Y qué es la minga, don Julio?- le pregunto.

-Lo que hemos hecho en este pueblo – Y tiene razón, todo, la lucha por el reservorio, la construcción del laboratorio, la fundación de la asociación, todos en conjunto hacia un objetivo como un batallón disciplinado y solidario: los que hacen la zafra, el que muele la caña, el que ve el jugo, las mujeres que cuelan la panela, el muchacho José que arrea los burritos y que luego en la noche removerá la panela en las pailas hasta llegar al punto de equilibrio;  las gestiones del ingeniero Ricardo Andrade para venderla en Piura, Ayacucho, Puno, Arequipa Trujillo y Lima, el sueño de Efrén, todo es la minga, una forma milenaria de organización comunal o ayuda colectiva para el progreso de un pueblo; este es uno de los grandes legados de sus antepasados indígenas que les ha permitido vencer una por una cada dificultad, desde el terrible monstruo de la burocracia nacional hasta el año en que aconteció la peste.

Carlos Cungarache sueña con exportar la panela a Europa, si lo logran serán la primera asociación de agricultores en el norte que comercializa sus productos sin intermediarios.

***

Durante las muchas mañanas que puede tener un año han mirado las montañas, adivinando la hora en que se marcha la niebla y el sol se tumba en el vientre fértil de las colinas. En algún momento creen que pueden volver a ellas, imaginan cómo debió crecer la caña en este año, el brillo en sepia de la panela, como pequeños diamantes de azúcar. Si todo estaría normal en julio sería la primera gran molienda de la asociación. Cuando no pasan las rondas, hasta se animan a amarrarse el machete en el cinto, pero sólo llegan a los corredores de tierra apisonada y allí escuchan el rebuzno lejano de un burro solitario en la bifurcación de algún camino. Las gallinas picotean por todos lados, a veces piedras, a veces maíz. Cinco hombres del pueblo se han marchado eternamente hacia la niebla, por el virus, dicen. En el campo la muerte no suele ser violenta, es más bien apacible, siempre llega cuando se está demasiado viejo, allí sobreviene en las mañanas y se marcha rápido, no hay lugar para ella entre tanto verdor. Pero el virus lo ha cambiado todo, ahora la muerte asecha por todos lados, desde Montero hasta Sicchez, pasando disciplinadamente por cada caserío, dicen que llega con la gripe, han oído en la radio que viene de Piura, o de más lejos, allende los océanos, de la China. El gobierno ha ordenado la absoluta inmovilidad, así la vida pasa despacio, en las chacras crece la yerba, nadie está para cuidar la tierra. Sólo por las noches o muy temprano, antes incluso que la niebla y el alba, alguno se escabulle hacia sus tierras, le habla, la limpia y marcha de vuelta a casa. Son muchos meses ya con el sueño detenido, sobreviviendo con lo que se pueda, aislados, con la radio y la televisión hablando de muertos y muertos. Ellos tan acostumbrados al exceso de la paz en Los Paltos, donde hasta los perros son mansos, aguardan cabizbajos.

Efrén, en alguna de esas tardes inmóviles añora el día que vendrá por fin la molienda. Aquel 2020 iba a ser el año de la asociación, ya está el reservorio, se han conseguido los fondos del estado, todo, pero esta gripe no los ha dejado salir. Solo se cosecha en los huertos de los patios, para tener que comer en el día a día. ¿Qué será pues esa peste? Al patrono se le ha rezado desde las casas porque hasta las misas están prohibidas. El ingeniero Andrade tampoco ha llegado por allí desde que empezó la gran novedad, ni el estado ha comprado la panela para los niños de las escuelas. En el 2018 cuando la asociación cumplió un año se logró producir 3300 quintales de panela, en el 2019 se llegó a 3500 quintales, en el 2020 la producción bajó a menos de 2000 mil quintales, si en tiempos normales era difícil vender el producto, durante la pandemia se tornó casi imposible. Esta es una situación absurda porque la panela es un producto orgánico, sin ningún proceso químico y tiene más minerales que el azúcar común, los nutricionistas dicen que fortalece el sistema inmunológico, funciona como energizante natural y tiene una alta presencia de fósforo y calcio. En Perú es Piura el mayor productor de panela, y el 80 por ciento se exporta a Europa, Estados Unidos y Canadá. Pero en el país de la anemia, la diabetes y la desnutrición el estado aún no tiene un plan real para que su consumo se haga extensivo, barato y común para todas las familias del Perú. En el mercado nacional un kilo de panela puede llegar a costar hasta 15 soles un precio elevado para el 70% de peruanos cuya economía es precaria e informal, si el estado interviene en tecnología para mejorar y acelerar el proceso los costos podrían reducirse. Hasta el momento los proyectos de panela son impulsados mayormente por iniciativas privadas o por ONG´S externas. A pesar de que durante la pandemia los pequeños agricultores fueron quienes sostuvieron la alimentación de todas las familias peruanas.

Esto lo siente con mucha amargura Carlos Ullaure, el administrador de la asociación, hijo de campesinos y criado entre los cedros y los sembríos de Los Paltos. Para él las condiciones de trabajo en el campo siempre han sido muy crueles. Si alguien durante la pandemia enfermaba era difícil llevarlo a un centro de salud, y si se lograba llevarlo luego se tenía que ver con los gastos exorbitantes de la medicina. Incluso en épocas normales la situación no ha sido buena. Hace apenas diez años el diario de un agricultor era 8 soles, ahora ha subido con las justas a 30. ¿Una familia numerosa puede vivir con eso? ¿Se puede un agricultor mandar a enlucir la casa? ¿Soñar con una terracita o unas vacaciones en Máncora? ¿O si quiera puede ir tranquilo a la capital de su región? Cada producto que se producía, por falta de caminos, vehículos, falta de mercados campesinos o ferias, se tenía que intercambiar entre los pueblos vecinos. Todo daba la vuelta. La energía eléctrica hace apenas una década que se asomó por allí, el agua la trajeron ellos con la lucha por su reservorio, y según afirman todos, se sentían peones de las cooperativas y olvidados por el estado.

-Con la asociación al menos ya podemos soñar con una mejor calidad de vida, ya no somos solo peoncitos, elegimos a quién venderle y a un precio justo- Carlos tiene un brillo de rebeldía en los ojos, conoce bien el negocio y lidera ahora una revolución de marketing para ofertar la panela en todos los mercados del Perú- a veces se gastaba uno 160 soles en un quintal y los empresarios querían comprarlo a 120 soles o 80 soles… ¿quién se llevaba la plata? El intermediario- la tarea principal del equipo de ventas es encontrar la manera de exportar la panela a Europa, no quieren menos.

 

Para Ricardo Andrade, el ingeniero agrónomo que buscó Efrén para direccionar el proceso de la venta, la oportunidad que ha dejado la pandemia es única: la mayoría de personas están variando sus hábitos alimenticios, así que los  productos orgánicos podrían estar en su mejor momento. Allí entramos nosotros, cuenta con la voz pausada y apacible de quien se ha acostumbrado a sesionar en reuniones interminables con algún funcionario público – que casi siempre no entiende nada- para que a la asociación se le ceda un pequeño presupuesto. A Ricardo todos le dicen ingeniero, pero él prefiere que le palmeen la espalda, le llamen por su nombre de pila y le inviten un poco de guarapo. Yo me enamoré de la sierra, viejo, cada semana vengo de la ciudad a recorrer todos estos caminos y siento que soy libre, acá está el progreso del país. Cuando habla de los cuatro años de la asociación una veta de optimismo se descubre en sus ojos. Andrade no tiene la solemnidad de los técnicos encopetados, se sienta en cualquier lado, come de donde comen todos y hasta lo invitan a los bautizos de los niños de todos los caseríos.  ¡Yo soy de Los Paltos! Me dice mientras maneja de regreso a la ciudad. En los sueños todos somos iguales.

***

Ya es la muerte de la tarde, un pájaro lejano la anuncia con un canto que se multiplica entre los árboles. Tomás San Martín deja a un lado de la chimenea los troncos para avivar la candela, camina en silencio hacia el borde del abismo, se quita el gorro y mira el horizonte. Acá es bonita la tierra, murmura. En el cielo permanecen los colores del crepúsculo, morado, azul, naranja. Alma de pájaro colorido debe tener el atardecer.

-Tres veces me fui de acá como para siempre, y las tres veces volví- Tomás es el único que no tiene hijos, se parece a los ancianos de las leyendas, la nariz grande, las manos fuertes y callosas, el machete al cinto y el poncho rojo con las puntas al viento, parece un hombre montaña-. Aunque se ha sufrido, con el trabajo fuerte se han vencido los obstáculos- Tener una asociación propia, luego de la explotación, la estafa de los otros – como él la llama- y las dificultades para conseguir fondos del estado, es para Tomás una revancha de la vida, una recompensa a la constancia y esfuerzo. A esa resistencia para aguantar desde la madrugada hasta la noche cerrada, con el fiambre en la bolsa de yute, soportando las astillas de la caña incrustándose en las uñas, la neblina que viene con garúa; curtiéndose la piel con el violento sol del mediodía que ni siquiera la sombra de los cedros puede parar, cortando a punta de hachazos la dureza del árbol y agonizando con el calor del horno que come los órganos del hombre. Como le comió a él un riñón y entre vivo y muerto lo llevaron a Sullana, en el umbral del todo dice que el Cautivo de Ayabaca, patrón de esas tierras, le tocó la espalda y lo curó. Tomás le agradece cada vez que llega el fin de la tarde.

       En el módulo el guarapo hierve. Eber Illave cuida que no se pase ninguna impureza. El guarapo en las pailas es como un río de miel caliente. Los hombres llevan trabajando dieciocho horas sin parar. Estuvieron en el campo, el trapiche y el módulo. La luz eléctrica no ha llegado aún, todo es terreno de la noche. Entre las sombras dos hombres remueven la panela en las pailas, adentro hace calor y del techo caen gotas de agua. Miguel es uno de esos hombres, hace poco ha cumplido 19 años, pronto tendrá una hija, aquí tal vez permanecerá toda la madrugada hasta que la panela encuentre su punto de equilibrio, el fallo de la luz los retrasa. Efrén, aquel que soñó la asociación y sigue soñando con exportar de un pueblo pequeño a Europa la mejor panela de Perú, les arenga. Aunque nadie se ve los rostros saben que están sonriendo.

Comunidad de San Bartolomé de los Paltos impulsan su panela orgánica.  

 Cancas, 1993. Escritor y cronista, estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Piura. Dirigió y fundó la revista cultural Malos Hábitos (publicación que fue seleccionada por el Ministerio de Cultura para participar en la 1ra edición de la feria La Independiente), sus textos han sido publicados en el Perú y el extranjero. Fue becado por Sembramedia para ser parte de su programa SembraEducativo. Ganador del premio mundial Young Journalist Award 2020 organizado por Thomson Foundation y la FPA (Foreign Press Association London). Recibió la Medalla Institucional de la Universidad Nacional de Piura, alta distinción otorgada por sus méritos periodísticos a nivel internacional. 

 

Leandro Amaya Camacho

director y cronista de REVISTA NUBE ROJA

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