santa ana
la larga sed de los 100 años

«Ay, Perú, patria tristísima.

¿De dónde sacaron los poetas sus pájaros
transparentes?
Yo sólo veo dolor,
yo, únicamente amargas cocinas,
yo, puramente platos vacíos…»
 
Manuel Scorza

¿Te has imaginado vivir en un pueblo donde cada día y durante 100 años deben tus abuelos, tus padres,  tus hijos y tú caminar kilometro y medio hacia una pila de agua, hacer cola por una hora y llenar -si aquel día tienes suerte- 5 bidones de 20 litros para llevarlos a casa y así resistir una semana a la sed, las enfermedades, el olvido y la pobreza? 

 

I

Esta es la historia de un pueblo sin agua, un pueblo entre el desierto y la pobreza, donde todo es amarillo: los cerros, las tardes, las pampas, las penas y los días. Es la historia de Santa Ana, que bien podría ser la historia de cualquier pueblito del Perú.

Santa Ana aparece como un pequeño punto en el mapa de la provincia de Piura, hasta allí ha llegado un presidente, decenas de alcaldes provinciales y distritales a prometer durante incontables lustros lo que más se ansía en esas tierras: agua. Sólo eso, agua. Durante cien años nadie ha cumplido la palabra empeñada. Lo triste de los mapas es que no pueden contarnos las promesas incumplidas y las frustraciones que guardan en su esencia los puntos, incluso aquellos que parecen imperceptibles. 

El pueblo está oculto entre el bosque seco y los espejismos del desierto, parece estar atrapado en los años 50. Es uno de los últimos lugares de la margen izquierda del río Piura y también uno de los más pobres de Tambogrande: sin carreteras, sin agua potable, sin internet, con poco acceso a energía eléctrica y con grandes cifras de anemia y desnutrición. Dos mil personas viven allí. Se llega salvando un camino de arena y piedras, y cuando se está allí el sol parece ser más cruel, más grande. Un cielo caliente se cierne sobre las pequeñas casas con sus mujeres y hombres, y los sueños de estos. Es una tierra seca, aunque el río habite en sus faldas, donde resisten el algarrobo y los burros de piel gruesa con su mirada de pena infinita. Hace décadas los verdes campos se volvieron infecundos, los meses de cosecha ya no existen y el tiempo pasa imperturbable cargado de tardes inmóviles,el manto blanco del algodón sólo perdura en la mirada de los ancianos como Humberto Ruíz, que ha visto casi todas las épocas del pueblo desde la hacienda de los Romero en los años 50 hasta la reforma agraria del general Juan Velazco Alvarado en el 69, la destrucción sistemática de las cooperativas en los 90, el intento de la explotación minera en el 2000,  luego la llegada de las agroexportadoras y la pandemia de la Covid-19, pero sobre todo y siempre ha vivido la gran sed de los 100 años. Humberto tiene talladas en sus manos los surcos de la tierra que ha labrado, lleva unos lentes muy negros, muy negros, y su tono es pausado. Habla sobre el algodón pima, los salarios miserables que recibían en la época de la hacienda y la pobreza que se ha ensañado con ellos durante un siglo entero, sin descanso, sin tregua.

Humberto Ruíz reposa en el patio de su casa. Durante 85 años ha visto que pocas cosas cambiaron en Santa Ana.

En la loma más grande del pueblo está la hacienda Santa Ana, casona de grandes ventanales y baldosas blancas. Los altos se han derrumbado por el paso del tiempo y el abandono desesperado que sobrevino luego de la Reforma agraria. Nada se opone entre el cielo y las ruinas. Su dueño fue Calixto Romero, cuya familia es ahora propietaria del Banco de Crédito del Perú (el banco más grande del país), y financiaron las campañas políticas de Keiko Fujimori -actualmente investigada por lavado de activos, crimen organizado y demás delitos- y Pedro Pablo Kuczynski( investigado por lavado de activos). En los años 50, cuando aún la orgullosa casona se erigía intacta, Calixto Romero y su familia dominaban aquel valle algodonero.

Humberto Ruiz hace un esfuerzo para recordar todo, han pasado tantos años, guarda silencio y parece comprobar el pasado con el presente. Concluye en voz alta que todo siempre es la misma cosa, en la hacienda les pagaban muy mal, a veces el patrón sólo les pagaba con comida. Aunque la distancia de los años es grande, Humberto aún sigue llamándole patrones a los Romero. Durante los años de las haciendas en el Perú (desde el siglo xix y parte del siglo xx) se cometieron muchos abusos contra los campesinos, existía una distancia social insalvable entre unos y otros que permitía el atropello del hacendado- mayormente un hombre blanco y adinerado- en sus dominios. Un testimonio bastante ilustrativo es el que increíblemente da el propio Calixto Romero Seminario- tal vez en un momento de completa sinceridad- en el libro Para quitarse el sombrero, donde confiesa que ellos no esperaron una situación así [la Reforma Agraria de 1969] pues nunca habían tenido huelgas, ni sindicatos, ni nada parecido en ninguna hacienda. Es decir los derechos laborales no existían para los pequeños agricultores, y la Reforma fue una especie de despertar. El lema que el presidente Velasco Alvarado pronunció el 24 de junio de 1969 cuando la llevó a cabo fue: ‘Campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza’. Pero en algunos pueblos, en especial en la costa norte del Perú, la historia no cambió demasiado. Humberto que  ha visto la historia pasar muy cerca lo reafirma en esa tarde solitaria mientras observa como el viento arremolina la arena amarilla y ardiente.

– Toda mi vida he luchado por el agua y por nuestros derechos- dice Humberto cuando al fin puede decirlo- son muchos años y todo sigue igual. El sufrimiento más grande aquí es el agua… primero estábamos en la hacienda Santa Ana de Calixto Romero, sembrábamos algodón, de día, de tarde, temprano trabajábamos, y desde la ventana principal de la hacienda el ingeniero nos miraba… ellos eran los que gobernaban acá, sólo hubo un ingeniero bueno, los demás nos pagaban mal o nos daban comida nomás, al patrón pocas veces o nunca lo vimos.

 Por la única calle de Santa Ana cruza un chiquillo con un bidón que antes fue amarillo. Se dirige hacia la última pila de agua donde tal vez pueda llenarlo. Santa Ana, el gran pueblo algodonero que vio la prosperidad tan cercana, nunca tuvo agua, siempre todo le fue esquivo. Ese niño descalzo que corre hacia un caño cubierto por el polvo es la imagen de las palabras de Humberto Ruíz. Son las dos de la tarde, cuando ese niño llegue hasta la pila, el agua se habrá ido y tal vez volverá la semana siguiente.

Es la voz de Jhon, el sobrino mayor de Humberto, la que interrumpe el silencio. 

Hacienda
Santa Ana

-Cuando llegó la Reforma Agraria por fin dejaron de explotarlos. Pero desde siempre nos han visto como mano de obra barata, nos han relegado, no tenemos nada, pero sé que eso puede cambiar.

John es el primer santaneño durante los 100 años en asistir y graduarse de la universidad. Estudió Lengua y Literatura en la Universidad Nacional de Piura. Conoce bien el bosque seco, el desierto y los caminos que llevan al río. Lo sabe porque ha andado por allí innumerables veces con dos latas de agua a cuestas. Conoce también la pobreza, sabe del silencio del comunero ante el poderoso y ha visto de cerca la muerte causada por el agua contaminada que beben día tras día, o tal vez de los pozos que empezaron a escarbar en las orillas del río. Fue en el 2019 cuando su sobrina enfermó, tenía una ameba en el cerebro. La llevaron a cada hospital de la región pero ninguno tenía la tecnología ni la ciencia suficiente para curarla. Tocaron muchas puertas, pidieron ayuda a las autoridades, la solución podía estar muy lejos del pueblo: En Lima, la capital del Perú. Pero la muerte llegó pronto.

Ese episodio fue la ruptura total de su realidad. De pronto el desierto fue desierto, la desigualdad fue desigualdad, el piso de tierra nunca más fue tan de tierra y el Perú con todos sus males golpeó profundamente. ¿Qué había pasado? debe ser el agua estancada del río, fue lo primero que pensaron. Entonces los cien años sin agua potable y el tiempo asediados por la pobreza, cayeron pesadamente en esa tarde infausta que los encontró de pie frente a un pequeño ataúd blanco. Las miradas aprendieron a ver lo que durante años permaneció oculto: las cosas irremediablemente tenían que cambiar.

Dos años después John ha organizado la mayor protesta en la historia de los pueblos de la margen izquierda del río Piura. Esta marcha multitudinaria de carteles coloridos y banderas del Perú ondeando bajo el alto cielo, que crece y crece en medio del desierto, se llama El abrazo más grande por el agua. No sólo marcha Santa Ana sino también los 8 pueblos de la margen izquierda, con sus alcaldes, profesores, profesoras, obreros y madres, abuelas y niños. Todos salen de sus casas para unirse a la gran marcha por el agua y la reivindicación de sus derechos. El silencio es echado a punta de tambores y consignas.

Con esta cruzada inquebrantable llegaron a Tambogrande, la capital de su distrito, pero el alcalde Alfredo Rengifo hasta el momento no les ha dado ninguna respuesta. Así que continuaron hasta Piura, la capital de la región, pero el gobernador regional Servando García- cuestionado por su pésimo manejo de la pandemia del Covid-19 y por presuntos actos de corrupción- no los atendió. Los pobladores de Santa Ana no pierden el  ímpetu, están seguros de no van  parar en su protesta. Para los santaneros es humillante seguir recibiendo agua por cisternas y tampoco aceptan sacarla de los pozos, como hace algunos años se intentó, el agua que hay bajo  tierra está salada. La única salida es traer agua por tuberías desde un canal llamado El Tablazo, de esa forma 24 mil personas de toda la margen izquierda cambiarían por completo su vida, se terminaría por fin el amarillo que quema y domina ese pedazo seco del mundo.

John  está seguro que esa es la salida, el agua es despertar. Él sueña con que el estado peruano incentive y subsidie a los agricultores para que siembren algodón pima, así las ganancias serían cuantiosas y la calidad de vida mejoraría, para ello es necesario la implementación de sistemas de riego, construir grandes reservorios que irriguen los campos abandonados. De esta manera, para Jhon, ningún agricultor sería más mano de obra barata para las agroexportadoras; en el Perú el jornal de un obrero agroindustrial oscila entre los 28 a 30 soles diarios, por ello en diciembre del 2020 miles de trabajadores se movilizaron a nivel nacional contra este régimen que reconocían como esclavizante, exigiendo mejores salarios y óptimas condiciones laborales. Durante esas protestas dos trabajadores fallecieron como consecuencia de los enfrentamientos con la policía, hasta el momento los hechos se siguen investigando.

Escasez de agua en Santa Ana
Las familias deben abastecerse con 200 litros para sobrevivir la semana entera.

En Santa Ana un obrero debe gastar entre el 30 a 40 por ciento de su salario para comprar agua. Cada tres días las mujeres de la familia deben llenar entre 8 o 10 galoneras de 20 litros para poder sobrevivir, en el mejor de los casos una familia- conformada mayormente por 5 personas- logra reunir 200 litros. Estos son distribuidos de la siguiente manera: cien litros son destinados para cocinar, beber y lavar platos, el resto se usa para el aseo (lavarse las manos, usar el retrete, bañarse y lavar la ropa) y muchas veces para compartir con sus animales de carga. El consumo diario por persona sería de aproximadamente 13 litros, ni cerca de los 100 litros de agua que establece la Organización Mundial de la Salud. ¿Imaginas a decenas de generaciones viviendo así durante cien años? Para que entiendas un poco más la diferencia y terrible desigualdad en esta patria tan ancha y ajena, debes saber que en el exclusivo distrito de San Isidro (Lima) una persona consume 447 litros de agua al día, o sea 30 veces más que un santanero. Parece que la santidad sólo alcanza a algunos.  Esta situación en América Latina, la región con más agua en el mundo, es sencillamente inconcebible. Pero sucede.

Es ya de tarde cuando Jhon de pie frente al hilo de agua, en la muerte del voluble río Piura, musita que es justicia lo que reclama: agua, educación y oportunidades para su pueblo.

***

En la mañana de viento fuerte la arena se levanta hacia el cielo; sólo los algarrobos detienen sus ímpetus. En cada esquina de ese lugar árido persiste aquel árbol viejo, impasible a la sed, esperanzado en las lluvias que en marzo mojan la costa peruana.

Cada martes un grupo de mujeres cruza las calles de tierra para ir a los noques en busca del agua. Sus burros levantan polvo y los perros ladran tras su paso, un sinfín de galoneras amarillas se amontonan en sus lomos. Es un desfile de colores, de vestidos de satén: morado, rosado, celeste y verde; son mujeres de piel tostada, ojos achinados y mirada tímida, hablan bajo y entre ellas. Cuando me acerco noto que tienen todas las edades. No se animan a hablar, me ven lejano. Es natural, durante muchos años han venido muchos a hacer preguntas y se han marchado, el agua no ha venido después, menos el progreso.  Llaman a su presidenta para que responda por ellas, y ella me indica que las siga al noque de Puno, el pueblo vecino de Santa Ana. Cuando las mujeres se alejan parecen diluirse con la ardiente línea del sol. Me detengo para verlas mejor: usan delgadas ramas de cuncún para arrear a los burros y espantar a los perros, sólo algunas llevan sandalias, la mayoría se resigna a la verdad terrible del piso ardiente y las piedras que hieren.

Mariselda Rufino, presidenta del Comité de Madres por el Agua. En cada noque hay un comité que administra el uso del agua.

En el noque de Puno hay una anciana cargando dos latas repletas de agua, la acompaña su nuera y 4 de sus nietas. Tiene 80 años,  lo dice con un tono muy bajo como avergonzada, desde que es niña ha cargado el agua para sus padres y hermanos, ahora para su esposo, hijos y nietos. Tal vez tenía razón Manuel Scorza cuando se preguntó de dónde habían sacado los poetas sus pájaros transparentes en una patria donde en las más dulces frutas hay carbones encendidos, donde toda la dicha sólo cabe en un pañuelo. En la máxima ingenuidad le pido a la mujer que descanse y sólo un suspiro es la respuesta. ¿Cien años? La mitad del Perú, patria tristísima. La anciana desaparece por un corralito de palos, se escucha el rumor de animales y un gallo canta con todo el esfuerzo del mundo porque está muy flaco y  opaco, pero hay algo de gallardía en él. La anciana con la espalda doblada por el peso alcanza la puerta de su casa y se adentra en la oscuridad. 

-Así es nuestra vida- Interrumpe Mariselda Rufino, la presidenta de las mujeres y de aquel noque- antes debíamos caminar bien lejos, hasta abajo, esta pila es nueva…ni un año tiene.

El suegro de Mariselda fue uno de los pobladores que impulsó su construcción. Calixto era su nombre, y murió sin verlo construido. Antes la marcha era hasta el barrio Nueva Esperanza donde quedaba uno de los noques más lejanos de toda la zona. La situación era más difícil: una pila de agua y cientos de familias por abastecer. Hacer fila, llenar los depósitos y volver les tomaba aproximadamente dos horas.

-Temprano se tenía que ir, a veces entre oscuro y claro para alcanzar el agua- A veces el mediodía entero se les iba en conseguir agua, no había otra actividad a la que dedicaran tanto tiempo, después había que cocinar, terminar las tareas domésticas y aguardar. Ahora con la expansión del Covid-19 y sus nuevas cepas, en un lugar donde el acceso a mascarillas quirúrgicas es limitado y con el sistema de salud colapsado a nivel nacional, ir a buscar agua es muy peligroso, pero se tiene que sobrevivir de algún modo. La ONG Ayuda en Acción ha concluido que para las mujeres tomar agua contaminada puede ocasionar problemas severos como el aborto, infecciones vaginales, problemas de artritis y de la columna vertebral. Para las niñas significa una carga, tanto física como psicológica, que deben afrontar desde una posición de debilidad y desprotección. La falta de agua es un problema sistémico.

Las mujeres adultas, las ancianas y las niñas son las encargadas de llenar los bidones de agua en los noques.

         Cuando Mariselda habla lo hace muy bajo y agacha la cabeza con regularidad, es tímida como sus compañeras. Su blusa de satén tiene bordadas rosas y girasoles, ella misma debe haberlas bordado, no lleva sandalias ni usa mascarilla. Tiene 50 años y de sus 3 hijos sólo la menor está matriculada en el colegio del pueblo, porque en época de coronavirus y educación virtual, un celular y 300 megabytes no alcanzan para educarse en el Perú del Bicentenario. En el 2020 el ex presidente Martín Vizcarra- destituido del cargo por incapacidad moral e investigado por presuntos casos de corrupción, y que fue elegido en el 2021, en un exceso de realidad peruana, como el congresista más votado – anunciaba con entusiasmo la entrega de 840 mil tabletas a los estudiantes en extrema pobreza, esa promesa hasta el momento sólo se ha cumplido parcialmente y la deserción escolar en el 2020 fue de 400 mil alumnos aproximadamente. Entre ellos los 3 hijos mayores de Mariselda. Cuando ella toca el tema la voz se le quiebra. Qué le vamos a hacer, joven, si no podemos. Es cierto, la voluntad a veces no basta. Su hija mayor debía terminar la secundaria y marchar a la universidad, pero un viaje a Piura es impensable, menos el alquiler de un cuarto y el pago a los exámenes de admisión. Aquella mañana su hija estaba cargando latas con ella.  Santa Ana no sólo tiene sed de agua, sino también de reivindicación.

Mariselda y todas las mujeres han tenido que enfrentar el problema solas, para comprar los tanques, que les sirven de estanque, cada una donó 20 soles, lo que significa más del 70% del ingreso diario familiar, y para la construcción del noque todas alzaron su voz de reclamo. Una lucha entre susurros se volvió fuerte junto a la voluntad de acero. Según todas las mujeres la Municipalidad de Tambogrande no tiene nada que ver en la distribución del agua, ellas mismas deben comprarla y distribuirla equitativamente. Para consumir el agua deben hervirla pues no están seguras de su procedencia, aunque el precio que pagan por ella es muy elevado: tres latas de 18 litros pueden llegar a costar tres soles.  Y eso en pueblo olvidado puede llegar a ser demasiado.

***

-¡Sólo esperamos que se acuerden de nosotros!- gritan desde lejos cuando ya es momento de partir. Rostros heridos por el sol, sonrisas tímidas, descendientes de los verdaderos dominadores de estos valles.  Se agitan sus manos. De alguna radio lejana viene el rumor de una canción de Los Shapis,  un grupo de chicha peruana. El aguajal de este lugar solo sabe mis sufrimientos… es lo único que se logra escuchar de la canción. Me alejo, y acontece el silencio. Es un silencio hondo, el testimonio de una patria fragmentada por el olvido, las injusticias bicentenarias, el silencio triste de aquel peruano sin bandera, sin escudo, sin agua, sin salud ni educación, sin tierra ni futuro, el silencio de cien años, o mejor dicho la agonía de cien años.

Una mujer se dirige a casa luego de haber llenado sólo 4 bidones con agua. No acceder al agua potable coloca en una situación de vulnerabilidad y precariedad a todas las mujeres de Santa Ana.

 «Santa Ana: la larga sed de los 100 años» es la primera crónica de la cobertura «Tierra seca», continuará la semana siguiente.

Leandro Amaya Camacho

Cancas, 1993. Perú. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Piura. Director de la revista Nube Roja. Ganador del premio mundial de periodismo Young Journalist Award 2020 organizado por Thomson Foundation y FPA (Foreign Press Association London), fue elegido como el Periodista Joven del 2020. Fue becado por Sembramedia para ser parte de su programa Sembra Educativo de capacitación a periodistas a nivel de Latinoamérica. Fue uno de los ganadores del concurso periodístico Perú Se Reactiva organizado por la Sociedad de Comercio Exterior del Perú y Scotiabank. Finalista del premio de fotografía de conservación «Naturaleza que Cuida» organizado por Forest Trends y USAID. Mentor en el taller de periodismo ambiental «Periodismo mar adentro», organizado por SOA PERÚ y la Embajada de los Estados Unidos. También Dirigió y fundó la revista cultural Malos Hábitos(publicación que fue seleccionada por el Ministerio de Cultura de Perú para participar en la 1ra edición de la feria La Independiente). Sus textos han sido publicados en el Perú y el extranjero. Recibió la Medalla Institucional de la Universidad Nacional de Piura, alta distinción otorgada por sus méritos periodísticos a nivel internacional.

Leandro Amaya Camacho

director y cronista de REVISTA NUBE ROJA

Un comentario

  1. Hermosa recuento histórica textual y fotográfico que grafica la triste realidad de los pueblos olvidados y marginados de la margen izquierda, felicitaciones

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