Covid- 19, la muerte invisible en el mercado de Piura

¿Cómo afronta el lugar más hacinado de Piura una enfermedad donde la distancia es la salvación? Recogimos el testimonio de T.J. una joven comunicadora social que hoy ayuda a su padre en su puesto de ventas. Ella nos contó su rutina diaria y cómo mantiene a raya el miedo que crece cada día más.

Ha sobrevenido el silencio en las tardes del Mercado de Piura, nadie hay cuando muere la mañana y los hombres encerrados sienten el calor llameante del norte peruano. No se extienden los colores de las carpas, solo vuelan los papeles por las veredas solitarias. Tampoco se oye más la música del vendedor ambulante de dvd’s ni la voz de las jaladoras y sus halagos zalameros. ¿Qué habrá sido de los jugueros con su olor dulzón a zumo de naranja y piña cortada? Ya pronto serán 50 días desde que se ha ido el sonido del mercado. Desde que el virus llegó a Perú.

        T.J ha pasado toda su vida entre puestos y avenidas atiborradas de mercadería, hoy eso le parece muy lejano, como a 5 vidas de distancia. Hay algo inquietante en los grandes lugares abandonados. Solo por las mañanas parece volver la normalidad al mercado que durante 60 años, soportando incluso 2 veces la violencia del fuego y los desalojos de medianoche, nunca había parado de manera tan repentina como ahora por la amenaza de un virus venido de China, de donde hasta hace unos meses solo llegaban los artefactos bambas, los juguetes tóxicos, los audífonos malísimos, y los usebes de marca cambiada que vendían los ambulantes en la Blas de Atienza, la avenida principal y amontonada del Complejo de Mercados de Piura.

Para ella el mercado es el segundo lugar de su origen, su padre tiene un puesto en la ex Fábrica San Miguel, un enorme y lúgubre almacén al que se le han ido montando decenas de pequeñas casetas de latón donde se venden zapatos, pescados, frutas, harinas, etc; el padre de T.J vende huevos, es lo que todo el mundo siempre quiere comprar.

Ella conoce de memoria todos sus caminos, está acostumbrada a las descargas de productos por la madrugada y a la mezcla del viento con el aroma de las hierbas. Estudió Ciencias de la Comunicación en la única universidad estatal de la ciudad, y en el intermedio de sus clases iba a almorzar al puesto con su padre, nunca pudo separar su rutina de la vida agitada y noctambula del comerciante. Para ella el mercado siempre fue bullicio, colores chillones, popular, la guitarra en una canción de Los Mirlos o una cumbia de Armonía 10, nunca fue silencio, aparentemente no había lugar para la pena. Pero lo cierto es que ella conoce todos los rostros del mercado:  sabe cómo es un gran incendio y también un desalojo, estuvo en el 2019 cuando la municipalidad expulsó a 4000 mil ambulantes de sus pequeñas tiendas, a varazo limpio. Ha oído las historias de aquellas familias que llegaron de la sierra en busca de riqueza y un día de pronto se dieron de bruces con el progreso, como condenados al éxito, y también ha visto a otras sucumbir en la ruina y el asedio de los préstamos; estos últimos son los que regularmente se  han hecho sus amigos. Los conoce a todos, por eso sabe quiénes faltan desde que se liberó el azote de la pandemia.  Para ella el mercado es la conjunción de toda una ciudad, la oportunidad para los migrantes, allí vamos todos, los locos y cuerdos, mendigos y ricos.  Pero hoy, todo lo que conocía quedó atrás, en los tiempos donde aún se sabía el nombre de los días.         

En tiempos del Covid-19 así luce la Ex Fábrica San Miguel.

Junto a su padre llegaron a la ex fábrica San Miguel, un gran complejo de 2000 mil puestos comerciales, luego del desalojo intempestivo del 2013 donde todos los comerciantes vieron sus puestos destruidos por la maquinaria pesada de la municipalidad. Luego de eso miles de familias tuvieron que abandonar para siempre las ventas y volvieron a sus casas a buscar otras formas de buscarse la vida o de sumirse en la extrema pobreza.  

En la época de la pandemia ella ha contado tan solo 20 puestos activos en la ex Fábrica, la mayoría –en especial los de la vereda alta- vendían ropa y ahora se han convertido en vendedores ambulantes a las afueras del mercado para poder sustentar los gastos y deudas pendientes. A pesar de las promesas del estado y la publicidad insistente de los bancos, nadie ha recibido tregua para sus préstamos bancarios.

Algunos clientes no usan de manera correcta su mascarilla. Los vendedores solo usan barbijos de tela.

El mercado de Piura es el principal centro de abastos de una ciudad de dos millones de habitantes. También es el sustento de casi diez mil familias, y concentra aproximadamente el 60% de comercio informal de la ciudad. El caos y la insalubridad han mermado su infraestructura y orden, por años estas han sido sombras difíciles de disipar; desde su creación no ha existido un plan claro que logre una verdadera reestructuración. Los desalojos, reordenamientos y planes absurdos como enrejar todo su perímetro solo han agudizado la gran crisis.

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T.J. entiende las críticas que las personas escriben por redes sociales sobre los vendedores ambulantes y las aglomeraciones, pero no las acepta porque hay muchas aristas que se escapan del simple análisis superficial. Desde que empezó la pandemia todo ha variado, todo es más rápido y confuso. Afrontar un enemigo invisible en el lugar más hacinado de Piura es como ir a ciegas en un sendero al lado del abismo.

Cada día ella se levanta a las 5 de la mañana, aún el viento es húmedo y las nubes no son del todo claras, la cabeza le duele y los ánimos decaen. El agua fría y salobre de la ciudad la vuelve un poco a la realidad, debe estar en su puesto a las 7 en punto. A veces no desayuna y se aguanta el hambre hasta el mediodía que es la hora de la salida, porque en el mercado ya nadie vende comida. Para ingresar a su puesto forma por casi hora y media una gran cola que cubre cuadras y cuadras de la Avenida Sánchez Cerro. Por más temprano que llegue la cola siempre es inmensa, como una gran serpiente, junto a ella hay 3 filas más que llevan a los 3 bancos que quedan junto al mercado, las personas desesperadas aguardan para cobrar un bono estatal o retirar dinero de un cajero automático. T.J. cuando ve esto recuerda las películas gringas sobre zombies y desastres naturales. El caos rodea todo.

Las colas de ingreso suelen extenderse por cuadras enteras.

Hoy se ha enterado, cuando aguardaba en la larga fila, que más de la mitad de los comerciantes han salido positivos para Covid-19 en las pruebas realizadas por la Dirección de Salud, eso la inquieta. Ella a veces ya no quiere ir a vender, pero al ver a su padre preocupado, se da ánimos para no desistir, hay que aguantar hasta que las deudas sean controlables, los bancos no les han dado tregua ni facilidades de pago por lo que arriesgarse es un imperativo. Tú eres mi mano derecha, no puedo hacerlo sin ti, le dice diariamente su padre.

En el mercado todos saben que hay que seguir hasta donde se pueda,  los carretilleros conversan atemorizados en las esquinas, algunos no llevan mascarillas quirúrgicas, en Perú escasean y las que circulan en el mercado cuestan demasiado, solo se protegen con un polo que amarran a su rostro al estilo de un vaquero del viejo oeste o con alguna mascarilla de tela.

-Ya tenemos que irnos, ya no debemos venir, pero… ¿Quién nos dará de comer?- Le dice un carretillero a su compañero.

-Ya nadie viene, hoy no hice casi nada, pero si no venimos nos mata el hambre- Le responde una voz muy triste, abatida. Quien habla es uno de los tantos migrantes venezolanos que en el 2019 llegaron a Perú, ahora qué lejana debe sentir su tierra en este ensayo del fin del mundo.

Carretilleros extranjeros con mascarillas de tela conversan entre ellos mientras esperan turno.

T.J. tiene viva la imagen del triciclero al que por exceso de carga se le malogró su herramienta de trabajo; recuerda su rostro, sus lágrimas, la mirada hacia un cielo indiferente y jodidamente despejado, ajeno al dolor de los hombres. ¿Qué sería de ese pobre hombre sin su triciclo? Me preguntó, y supe que las peores respuestas están hechas solo para los pobres. Los carretilleros son siempre los primeros en llegar y los últimos en irse, no saben lo que es una mascarilla quirúrgica, regresan a sus casas en los barrios periféricos de Piura totalmente cansados; allí las casas no tienen agua ni luz, menos desagüe y la cuarentena no será jamás un momento para relajarse. T.J. los oye hablar cada día con más temor desde que las cintas rojas de no acercarse empezaron a aparecer en el mercado, las palabras contagio y muerte empiezan a ser más y más frecuentes.

Cuando va camino a su puesto escucha todo tipo de noticias, gritos, murmuraciones, el miedo del hombre. Hay momentos en que los militares gritan a alguien por querer pasar la reja: ¡Estamos en guerra, en guerra con el virus! Y ella no sabe hasta cuándo va a poder soportar toda esa avalancha de paranoia que merma violentamente su salud mental. Camina más rápido, solo quiere llegar, abrir el puesto y sentarse un momento en su viejo banquito de plástico, luego habrá que seguir.

Cuando llega desenrolla la puerta de metal y entra a limpiar, luego cuenta cuantos puestos hay abiertos y espera hasta las 8:30 la llamada de su padre para saber si ya debe ir a recoger las jabas de huevos.  Su padre compra 8 jabas de huevos diariamente, es lo máximo que el almacén permite comprar. Cada jaba tiene 360 huevos, su precio de 80 soles (23 dólares) ha subido a 128 soles (36 dólares). La mayoría de los días la mitad del producto es para clientes que han reservado desde el día anterior y el sobrante es llevado al puesto.

T.J. tiene que coger su carreta de fierro, que pesa 4 kilos, subir 17 escalones, pasar la Vereda Alta y llegar a La Viña donde su padre le dará las jabas que debe llevar, todo esto lo hace sola, a veces algunos conocidos le tienden una mano, pero en estos tiempos casi no hay nadie que quiera tocar lo que otro ya ha tocado. Descarga todo en su puesto y espera, espera por largo rato hasta que llegan de golpe muchos clientes, a veces cuando no ve una persona por bastante rato se pregunta si no se habrán ido todos, ya habrán cerrado el mercado y ella se va a quedar atrapada, pero se calma cuando escucha la voz de la señora que vende a 6 puestos del suyo. Otro de sus temores son los “cañazeros” que aparecen de vez en cuando para comprar cañazo, un destilado de la caña de azúcar; a pesar de que su comercio es prohibido y de las restricciones para ingresar los borrachines se las arreglan para ingresar de madrugada. Alguna vez la han molestado pero ella los ahuyenta, tiene una hoz afilada para defenderse de cualquier amenaza.

***

T.J. tiene pesadillas por las noches, sueña constantemente con los funerales de sus seis amigos que ya han fallecido a causa de la covid-19. Se despierta asustada, a veces permanece en vela hasta las 5 de la mañana. Solo vive con su padre, su hermana y su pequeño sobrino. La mamá de T.J. falleció de cáncer hace un par de años, para poder salvarla tuvieron que hipotecar todo, pero siempre la muerte tan tercermundista y latinoamericana les ganó la partida. Por eso la carga se hace más apremiante en estos días aciagos. Está claro que si no trabajan las deudas van a consumirlos y quitarles todo el progreso que hasta el momento han conseguido. Ella  iba a obtener su licenciatura este año, pero los trámites quedaron paralizados, en su universidad se han reportado más de 10 fallecidos (en el 2021 la cifra se cuadriplicó) a causa del virus. En Piura la enfermedad asedia por todos los frentes, cada día se dan pésames, cada día se siente creciente el recorrido funesto de la muerte, y el temor, incertidumbre y abandono rodea al pobre hombre.

T.J. piensa que el virus es temible por su invisibilidad, podría estar en los nuevos compradores, en el señor amable que se despidió luego de comprar, en la joven que llegó apurada, la anciana que solicita ayuda, en cualquier lado.

Ella cada día tiene que volver, vencer el miedo, pensar en las deudas, en los mensajes de los bancos que no dejan de llegar al celular durante todo el día, en su viejo que no desiste, en bajar las jabas de huevos, esperar que pasen las horas, sentir que le duele la garganta, y tranquilizarse cuando pone música en la pequeña radio que guarda en su cubículo. Luego salir, ver las inmensas colas, desanimarse, pensar en las absurdas medidas que agravan más las cosas, llegar a casa, querer quedarse el resto de la cuarentena allí. Y antes de dormir preguntarse: ¿Acaso no hay opción para los pobres?  Horas después, cuando suena el despertador, sabe que no, a veces no la hay.

*T.J. no son iniciales verdaderas, la entrevistada prefirió que su identidad permanezca en el anonimato. Las fotografías que aquí aparecen son de su autoría. 

Cancas, 1993.Perú. Cronista, estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Piura. Director de la revista Nube Roja. Ganador del premio mundial de periodismo Young Journalist Award 2020 organizado por Thomson Foundation y FPA (Foreign Press Association London). Fue becado por Sembramedia para ser parte de su programa SembraEducativo de capacitación a periodistas a nivel de Latinoamérica. Fue uno de los ganadores del concurso periodístico Perú Se Reactiva organizado por la Sociedad de Comercio Exterior del Perú y Scotiabank. También Dirigió y fundó la revista cultural Malos Hábitos (publicación que fue seleccionada por el Ministerio de Cultura de Perú para participar en la 1ra edición de la feria La Independiente). Sus textos han sido publicados en el Perú y el extranjero. Recibió la Medalla Institucional de la Universidad Nacional de Piura, alta distinción otorgada por sus méritos periodísticos a nivel internacional.

Leandro Amaya Camacho

director y cronista de REVISTA NUBE ROJA

Un comentario

  1. Esta narrativa es el reflejo de una realidad, esta joven nos describe la cruda verdad de nuestros mercados, soy de Pachitea y estamos con mucho miedo, cada día damos gracias por haber culminado el día sin síntomas, y

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