Carlos vivía del trabajo de Don Carlos. Las casas del vecindario eran dignas, pintadas cada 28 de julio y don Carlos se esmeró en la suya hasta que todo empezó a envejecer el día que por arte de bota el Perú se convirtió en el Imperio del gran Mandarín. El devoto Carlos por su nueva amistad con el cura Pipo se radicalizó humanista y devino en ateo al poco tiempo. Ese día doña Elena recibió una puñalada en el pecho.

Don Carlos dejó de comprar periódicos y hasta de ver televisión. Carlos trajo bajo el sobaco El Capital de Carlos y don Carlos se limitó a decir que el empaste era bueno. Todos los días se realizaban manifestaciones, el pueblo trasladado en camiones rugía en las plazas y Carlos tenía que ponerse en onda, pelo hasta los hombros, barba desordenada y sucia. Cuando regresaba después de las dos de la mañana, unos blue jeans que jamás lavaba lo esperaban tiesos junto a su cama.

El gran Mandarín era omnipotente, omnisciente, omnipresente. Ordenaba y era obedecido, salía de paseo y era custodiado, repetía sus consignas por los altavoces y los diarios; sus ecos hacían remecer las nubes ante esas uñas larguísimas que pueden dispararse por cualquier discrepancia.

Carlos se radicalizaba cada día más. Adquirió un espíritu matemático: A = todos los que dan trabajo son capitalistas y ladrones, B = mi padre da trabajo, e = mi padre es un ladrón y así X = Y; e Y =7; usaba el “por consiguiente”, el “evidentemente se deduce que…”, etc.

Poco a poco, el mundo se le hizo chato y sucio como un chicle estampado en la vereda del estadio. Pero le faltaba la visión que necesitaba el Imperio; tenía que tener los ojos chinos, inyectados, horizontales. La sociedad podrida que pregonaba los altoparlantes apesta, el consumismo apesta, todo está muerto, hay que destruirlo todo. Carlos veía el mundo poblado de cadáveres.

Todos tenían los ojos chinos, chinos de risa. ¿Manyas? En las clases del Marqués y en las del profesor Carrasperas, todos chinos, sonrientes, con esa risa cojuda que se tuerce elástica hasta ponerte triste sin que puedas evitarlo, ya no puedes evitarlo, te vas al libro, al cemento o a la mierda. Siempre close-up, con la mirada estática, jamás gran ángulo, close-up siempre, hasta cuando meas, más cuando comes.

Para el Chano el chocolate era un ladrillo que se licúa discurriendo en sabores que hacen ver estrellas y piden a gritos algo fresco: una pastilla de menta para Tufy; un témpano meloso que cambia el aire que respiras, sequedad de boca, sed: Whisky, oro líquido y una vuelta y otra y mil hasta caer como el trompo con los colores enterrados. En cambio, para Bruno, el negro, que era activista y tenía todas las agravantes, propaganda subversiva, droga barata y anticonceptivos, una galleta era una galleta.

Carlos se encontraba todas las mañanas en el patio de letras con el Chano. Llegaba en un Dodge oficial con chofer rapado y un guardaespaldas: el Chano era un dios, siempre la levaba; unas veces negra, otras veces rojiza, la mayoría de veces marrón como la caca, jamás verde, “eso es para la chusma cuñao, yo fumo de la buena” – decía el Chano. Todos en el grupo fumaban de la buena. “Mi viejo es ministro del régimen ¿manyas? nos vamos a ir recontra pasados esta noche ¿3 manyas?”. Carlos le dijo: “Sale, flaco, ya nos vemos”, y como quien pisa brasas, se perdió en la cafetería encendiendo una pipa monumental ocultándose en la nube de humo.

Doña Elena iba al mercado encorvada con el puñal entre pecho y espalda. Don Carlos tenía una indumentaria penitenciaria a los ojos de Carlos, un número indiferente en la camisa. Con las bocas cerradas en todas las comidas, frente a frente, las caras puestas en los platos, cada cual pensaba en sus asuntos, hasta que doña Elena insistía en que pidiera permiso para retirarse de la mesa.

¿Adónde vamos? Preguntó el Chano mientras el motor del Dodge rugía al ser acelerado, Tony de lacios cabellos y de lentes ambarinos, siguiendo el ritmo del rock de moda, al entrar el bajo después de la percusión asordinada dijo: “¿Qué tal si Carlitos se amar unos pitos para arrancar el vuelo, ya? “¡Huy!” – dijeron todos. “Aquí tienes el papel” dijo Perico extendiendo una hoja del evangelio de San Marcos, Carlitos la cortó en tres partes y hábilmente formó con el paquete que le entrara el Tuco, tres pitos gordos que entregó al Chano.

En el parque Salazar cual remanso en el vacío del acantilado hacía frio el verde que bañado de fluorescente luz, los estimulaba en su casi diaria aventura. El Chano encendió el fósforo aspirando hasta estremecerse. Contuvo el homo con todas sus fuerzas y se quedó inmóvil. Carlos siguió en el ritual, después Tony y finalmente Perico y Tuco que se turnaban sin tregua hasta quedarse tumbados en el asiento posterior. Cuando la radio trajo la delicada voz de Olivia Newton John emprendieron la marcha hacia las playas.

“Mañana me voy con la Beba a Santa María, cuñao”- dijo el Chano. “Está recontra bacán flaca, cuñao”- dijo Tony mientras Perico se cubría las manos con su casaca de nylon metiendo la cabeza entre las piernas ocultándose de todos. “El Perico se pasó de vueltas, ¿manyas? Perico iba a Santa María. De la noche a la mañana se quedó él y su familia en la vía pública. Vivía en un Palacio en Javier Prado que no ostentaba el cuidado de antaño; cortinas raídas, el grass desordenado, un viejo Ford acebrado que parecía mercancía de gitano era el carro de su padre. Pese a todo, tenía clase Perico. Tocaba y bien, todo tipo de instrumentos musicales. Con la flauta dulce le contaba sus melancólicos sentimientos a Beba, que no hacía sino bostezar cuando se daba cuenta que no podía invitarle ni un café. “El Perico se pasó de vueltas, ¿manyas?” – era la voz común.

Cada cual siguió rumbo distinto aquella noche en la playa. Perico se quedó en la orilla con la cabeza entre las piernas. Era el perfecto súbdito de la desesperanza con el horizonte negro bajo este nuevo imperio. Carlos en el techo del auto miraba el malecón y la veía. Ella salía con Carlos cuando viajaba Tedy y ella no sabía si seguir con Tedy porque se iba lejos y ya lo conocía hace años. Ella no le dijo a Carlos que Tedy existía hasta el día que, recogiendo piedras en la playa, Carlos el odio social con la contemplación del mundo y se encontró con ella que no tenía nombre porque no podía tenerla como suya.

Amaneció en la playa tenuemente. El Dodge avanzó por la arena floja, subió a la pista y hendió el aire hasta detenerse en el parque Central donde Carlos bajó despidiéndose, guardando un pito grueso en su camisa. “No hagas roches, cuñao”- le decía todos. “Hoy a las cinco nos vemos en el bosque de la Universidad con las hembritas”- decía el Chano.

Carlos vestía de luto por sí mismo casaca y pantalón negro, camisa blanca y suéter azul eléctrico. Sus mocasines eran insonoros mientras sus pasos cruzaron directamente la vereda de cemento que une las distintas facultades hasta el bosque. Los eucaliptos altísimos y el cielo gris, las caídas hojas formando monóculos y un rebaño de ovejas en las cercanías lo alejaban del mundo de cemento. Cruzó transversalmente los árboles y junto al destartalado Perico, las tres Gracias: Tufi, Beba y Ella. No se dio cuenta que tras él, Tony y el Chano le seguían. Se sentaron. Carlos sacó de su bolsillo una pipa de brezo y de la fúnebre chaqueta la marihuana: roja y arremolinada como un nido de víboras. Los ojos de ellas se ponían oblicuos. Ellos con sus oscuros dientes, dejaban entrever una sonrisa y Carlos, con infinita paciencia, llenó hasta el tope la cazoleta de la pipa. Una vuelta y todos estaban en el suelo muertos de la risa; otra más y Calor soltó el paquete al suelo. “Te estás pasando cuñao, está recontra chévere esta vaina, yo te ayudo a recogerla” – dijo Tony. Recogieron lo que pudieron y lo pusieron nuevamente en el paquete. Ella, lo miraba como a Tedy. Carlos, la miraba sin verla hasta llenó nuevamente la pipa y aspiró. Las risas burlonas del grupo lo hicieron reaccionar; no era hierba lo que fumaban esta vez sino caca de carnero. Algo surgió de repente en el alma de Carlos. Tenía una que lloraba desconsoladamente, mientras dejaba atrás el paquete repleto, los patas amables y las hembritas.

Los años pasaron irremediablemente. El cura Pipo se arrejuntó con una colegiala. Carlos se cortó el pelo y se puso a trabajar con don Carlos. El gran Mandarín fue reemplazado por otros de su misma calaña y doña Elena se sentó derecha, sin el puñal que la tenía cabizbaja. 

ADOLFO VENEGAS (Lima, 1952)

Escritor, fotógrafo y docente universitario. Su experiencia como catedrático lo ha llevado por diferentes claustros académicos: Universidad de Alicante, Navarra – España, Pontificia Universidad Católica del Perú( PUCP), Universidad de Piura ( UDEP) y Universidad Nacional de Piura ( UNP). 

Ha sido merecedor de la máscara de bronce en «El Cuento de las 1000 palabras» organizado por la Revista Caretas en su edición de 1984 con el cuento «Los Súbditos». Asimismo, obtuvo en 1983 una mención honrosa en el mismo certamen por «Llueve en Piura».

3 comentarios

  1. Cuando se lee u ahistoria, se intenta compartir de la emoción del autor, yo quisiera que fuese compartir en toda la extención, no siempre es posible, cada quien es un ojo una perspectiva en el universo para ver las cosas, las relaciones de su manera particular. Alguna vez alguien comentó que los personajes de una historia era todos deseperanzados, y eso lo veía como un defecto fundamental, podría serlo, sinembargo lo que creo importante, es la intensidad de la narrativa, la capacidad para hacer involucrarse y conmover al lector, no importa si el escenario es nihilista o un paraíso terrenal, tu cuento carga con esas emociones que obligan a una relectura y ahora estoy seguro que estoy viendo una parte del escenario que narras,lo iré descubriendo de a pocos como un buen pisco, aunque a ratos me cause dolor. Un abrazo.

  2. Los Súbditos, un retrato delicioso con sutileza e ironía de un pasado que parece remoto, porque hoy sobreviven reciclados y descarnados sus personajes. Adolfo Venegas logra sin mucho texto, recrear no sólo el escenario sino la atmósfera misma, al compas de su pipa humeante.

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