Durante la emergencia producida por el virus COVID-19, un gran número de países han decidido guardar silencio o maquillar las cifras de infectados lo mejor que han podido. Este fue precisamente el grave error del gobierno de China. En países democráticos donde la información es un derecho y la transparencia algo dado por sentado, los datos que se tienen sobre el impacto de la enfermedad son confusos o no se difunden en tiempo real. En Perú, especialmente en las regiones, la situación no es muy alentadora; en un escenario de incertidumbres y con una evidente falta de liderazgo, el silencio ha sido el mejor refugio de quienes gobiernan y el detonante del pánico.

En las calles de Piura hay silencio, el ladrido de los perros se escucha lejano, hace días no pasa el frutero, ni se siente el chirrido del parlante viejo de los chatarreros y se ha extinguido el silbido del afilador de cuchillos. ¿Qué será de ellos? La última vez que vi al frutero lo rodeaban muchas personas, nunca había vendido tanto, tan acostumbrado a vararse con su fruta veía incrédulo la cantidad de monedas y billetes que se iban amontonando en un canguro que le cruzaba el pecho. Un día después se decretó el toque de queda o «inmovilización social». Desde entonces y de vez en cuando por las noches, sabe Dios cómo, solo suenan las sirenas de los carros estacionados. La ciudad se ha detenido. Aguardamos asustados desde nuestras casas, quien diga que no teme miente impunemente. La incertidumbre asusta a cualquiera, y más aún si no se conocen con certeza las cifras de contagiados, la cantidad de instalaciones aptas para alojarlos, las pruebas de descarte, el plan de contingencia para evitar el colapso del sector Salud y el plan económico para salvar a la población en situación vulnerable.

En estos tiempos se ha hecho costumbre prender la televisión para ver los reportes del avance de la enfermedad, nadie se fija en los días, solo en una curva que no hace otra cosa que ir para arriba. En una sociedad donde la estadística siempre ha sido vista como un asunto ilegible, hoy muchos sacan cálculos y se desesperanzan. Mañana habrán más, susurran, en Italia ya van más de 6 mil, en Perú podemos llegar a 500 en estos días, y así aguardan hasta el mediodía para escuchar al Presidente Martín Vizcarra. Los reportes oficiales siempre llegan con tardanza.

En Piura, la ciudad desde donde escribo esto, muchos periodistas pugnan por información verificada, otros caen en el sensacionalismo de mostrar videos donde se ve a militares golpeando civiles, o policías golpeados por civiles, sin explicar los contextos, dejando todo a la libre interpretación de la masa, aportando así a desgastar cada vez más la salud mental de una sociedad innecesariamente dividida. Por su parte el Gobierno Regional cierra sus puertas a la prensa, sus comunicados fallan, el Gobernador Regional Servando García- médico de profesión- prolonga su insoportable inacción, y no existe un vocero oficial destinado para esta emergencia. La gestión municipal tampoco es muy eficiente, el alcalde de la ciudad, Juan José Díaz, ha optado por echar agua con cloro a la Plaza de Armas, defender un capitán del Ejército que sobrepasó sus funciones, discutir acaloradamente con algunos vecinos en su página de Facebook, formar un comité multisectorial que no ha dado grandes avances y proponer que se lance gas lacrimógeno a las calles para dispersar a aquellos que desacaten la orden de cuarentena. Parece no importar que Piura es la segunda región con más infectados a nivel nacional, parece que se ha abandonado la planificación, el razonamiento y la perspectiva.

La escaza comunicación y el nulo liderazgo político pueden ser factores nocivos en una sociedad donde la educación, la salud y los servicios básicos rondan los niveles mínimos. Al no saber el peligro real al que se enfrentan, el pánico toma por asalto a las personas que corren despavoridas a los supermercados, generando posibles focos de contagio, o simplemente por una inercia inexplicable les lleva a sentarse en la vereda, a jugar fútbol, saltarse el toque de queda para intentar inútilmente volver a esa normalidad que tanto extrañan. Debido a la ceguera es necesario crear espejismos, construir una ilusoria normalidad, para creer que así no pasará nada, que se estará a salvo. O tal vez sea algo más grave, somos una economía débil con una gran mayoría de la población en estado informal, cuyas ganancias son diarias, sin ahorros, con deudas, viviendo el día a día desesperados incluso antes del coronavirus. Somos una sociedad fracturada, violenta, reprimida, una bomba de tiempo, viviendo una guerra prolongada contra la miseria y la pobreza. Todo eso, sumado a una débil salud mental, puede generar aquellas salidas en busca de subsistencia.

Otro punto a notar son los datos falsos, ocasionados por la confusión de cifras, el mutismo y la retardada reacción del aparato estatal. Desde que el Coronavirus llegó al país, he recibido en mi móvil más de 100 documentos, audios, videos y decretos falsos. Ese extraño placer de crear, oír y difundir información falsa es algo que ha contribuido a la agudización de esta crisis, la comunicación del pánico es desbordante, el miedo – como reza un diálogo de la película Apocalypto- es una enfermedad que se expande y te inmoviliza. Si ya hay una masa temiendo a lo desconocido, imagínate cómo será si a eso le añades lo espeluznante (explicación explícita de los síntomas) y lo extraño («el virus ya está en el aire», «ya vamos a infectarnos todos») a su tan apacible normalidad. El caos, e incluso el odio por el otro es el resultado más probable. Por ello es que muchos al no tener donde depositar sus esperanzas, han apelado a la fe desmedida por el Ejército; tener hombres armados en las calles los pone más tranquilos, no importa que no haya recursos en los hospitales, la fuerza castrense les garantiza una débil e inexistente seguridad ante un enemigo invisible. Esto preocupa porque desnuda todas nuestras falencias de un solo golpe, y saca de nosotros todos nuestros complejos, prejuicios y rompe el gatillo que detiene nuestro pánico, ira, desenfreno y egoísmo.

Este es un escenario difícil, todo viene de golpe y junto como una gran avalancha. La cuarentena se extiende, los ánimos empiezan a cambiar, los más vulnerables se vuelven aún más vulnerables, la violencia se alimenta con videos que circulan día tras día en las páginas de noticias, el pueblo no sabe cómo acomodar su economía para lo que resta y se viene. El estado no toma una postura clara frente a la suspensión del cobro de servicios, deudas bancarias y subvenciones masivas. Eso altera más a la población, y tal vez a quienes velan por su seguridad. En tiempos como estos, donde un conflicto social es innecesario e inútil, el hombre debe entender que la colectividad, la solidaridad es lo que va a salvarlo, es la única arma efectiva de este mono desamparado.


Leandro Amaya Camacho (Cancas, Perú. 1993)

Es director de la revista Nube Roja. Escritor, fotógrafo y cronista peruano, ha sido publicado en medios nacionales y extranjeros. También dirigió la revista cultural «Malos Hábitos», y ha metido goles de último minuto en partidos intrascendentes.

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