El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo.
Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por
donde ningún hombre ha pasado.
César Vallejo
El impacto dramático de la Covid-19 se deja sentir en todos los planos de la vida moderna. Desde la contracción de los mercados, en el plano económico, hasta la restricción de las libertades individuales, en el plano sociopolítico, hasta el trastorno de los hábitos cotidianos, incluyendo los ritos fúnebres, en el plano cultural, y aún en la fragilización de la salud mental, en el plano psicológico. La pandemia, como epígono de la globalización, se plantea como un desafío global que exige, como pocas veces en la historia universal, la solidaridad de los gobiernos y de la humanidad toda. El desafío también es intelectual. Los párrafos que siguen quieren ser un pequeño aporte a la comprensión crítica de este desafío.
Escribo desde el espanto. La situación actual no solo es inusitada, sino también terrorífica. Es prudente reconocerlo como punto de partida. Los muertos se cuentan por miles y siguen en aumento constante. No me espanta la muerte, sino la desidia de las autoridades que debieran velar por la seguridad de todas las personas que habitamos al día de hoy este planeta, nuestro querido y desolado planeta Tierra: no veo ni un atisbo de liderazgo claro. Habrá que aprender a vivir con esa desolación. Más allá del espanto es justo reconocer que también escribo desde el asombro. Mejor dicho: desde el pasmo. Tomo conciencia de la pasmosa realidad que supera las ficciones que se suelen citar en estos días buscando un punto de apoyo y de referencia para comprender lo que acontece: novelas como Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y La peste de Albert Camus ayudan a hacerse una idea de la magnífica dimensión que alcanza la incertidumbre por el futuro más inmediato en estos días luctuosos. Pero las novelas no sirven como explicaciones. Quiero decir que, hoy por hoy, hasta el pensamiento crítico vacila y no sabe a qué atenerse porque se ve confrontado con sus propios límites. Desde allí escribo. Vale decir: desde esa finísima línea infranqueable que pone un límite, una vaya al pensamiento, y lo deja suspendido en la total falta de certeza.
Escribo como quien se asoma al abismo que sabe insondable. Por eso mismo puedo decir que escribo desde la preocupación y la incertidumbre por el futuro inmediato, sintiendo, a la vez, cómo se desmoronan y se vienen abajo las bases del mundo que conocíamos o creíamos conocer. Nuestras seguridades más elementales se disuelven. Como la pandemia, la crisis intelectual también es global. Acaso porque nuestro mundo, que ahora sucumbe, nunca tuvo la firmeza que le atribuían sus defensores más recalcitrantes, todos retraídos ahora, sin saber qué más decir ni qué hacer para salvar a como dé lugar una ilusión que colapsa y se derrumba ante la puesta en evidencia de su falta de sustento y de soporte. En circunstancias como las actuales, justo es reconocer que la pena nos embarga a todos, o a casi todos: a unos más que a otros, porque hasta el dolor se reparte en medidas desiguales e injustas en un mundo que se justificó en la opresión de los más débiles y en la explotación de los más serviciales. La rápida expansión del Covid-19 desde la remota ciudad de Wuhan, en la provincia de Hubei, en China, hacia el resto del mundo, pasó de ser una endemia a una pandemia en unos pocos meses, cuando la Organización Mundial de la Salud decidió ponderar con mayor sensatez un patógeno que, para entonces, estaba ya fuera de control y buscando el apogeo de su onda expansiva. La pandemia se hizo oficial el 11 de marzo a través de una declaración de la OMS.
Pocos días atrás se había reportado el primer caso de Covid-19 en el Perú. Con una sensatez oportuna que lo distingue de sus pares latinoamericanos, incluyendo a Estados Unidos, el gobierno del presidente Martín Vizcarra dispuso medidas drásticas a partir del 16 de marzo: aislamiento social obligatorio, suspensión del transporte interprovincial, cierre de fronteras, suspensión de las actividades económicas no esenciales, etc. No faltaron las quejas de los defensores ultraortodoxos de las libertades individuales, incapacitados como están para concebir la noción más básica de bien común. Desde aquel día, entonces, la idea de que la Covid-19 es algo lejanísimo y distante que no podría alcanzarnos nunca simplemente se diluye con el pasar inflexible de las horas, en relación directamente proporcional al número creciente de infectados y víctimas mortales: el drama, tarde o temprano, nos alcanzará a todos, acaso sin excepción. Con ello, el mundo se revela más pequeño y más conectado de lo que nos parecía: la globalización comercial tiene su epígono en la globalización del patógeno malicioso que se camufla, despiadado y letal, detrás del disfraz inocente de un insignificante resfriado común e inocuo. Desde hace varias semanas, sin embargo, miles de personas mueren a diario en el mundo entero a causa de la Covid-19, la nueva enfermedad causada por el nuevo coronavirus, que es en extremo contagioso y capaz de sobrevivir por horas y días en las superficies a las que se adhiere. Asombra la facilidad con que se propaga y su letalidad. Pareciera que Vallejo tiene razón: “El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado”. Y si ese hombre, esa persona, con sus humores y sus emanaciones corporales, es portadora del virus, por allí por donde pasa no solo queda ya la estela de su presencia, sino que también queda la presencia del virus: desde la zuela del zapato hasta la manija de la puerta. Al cierre de esta nota se reporta 2.101.164 infectados y 140.773 fallecidos. Son cifras de espanto.
Los gobiernos de las sociedades contemporáneas, que tan seguros y firmes se sentían en el confort de las políticas económicas tomadas de los manuales más ortodoxos del neoliberalismo, se ven confrontados ahora con la fragilidad de los sistemas de salud que no quisieron fortalecer. En la comprensión de que el derecho humano a la salud compromete innecesariamente el gasto fiscal y la inversión responsable, a nuestros gobiernos capitalistas y neoliberales les pareció que era un gasto prescindible y que, en cualquier caso, había que reducirlo hasta su mínima expresión: sin previsión y sin perspectiva de futuro, hasta en el Estado de Bienestar de las sociedades más avanzadas se observa ahora cómo colapsan los sistemas de salud y todo se tiñe con el funesto color fúnebre de la tragedia y la desdicha. Las reacciones de distinta intensidad y oportunidad que han venido tomando los gobiernos durante estas semanas, en algunos casos han resultado tardías, torpes y atolondradas, de modo que, en lugar de contribuir a paliar los efectos palpables y patentes de la crisis sanitaria, por el contrario, más bien, han contribuido a profundizarlos, acentuando el dolor que se cierne sobre la ciudadanía de los 185 países a los que afecta la pandemia hasta hoy. La cifra es del Center for System Science and Engineering de la Johns Hopkins University, de Baltimore, Estados Unidos. Grandes edificaciones privadas y públicas, antes reservadas para los deportes, las fiestas y el esparcimiento, de pronto se vuelven albergues temporales; en situaciones mucho más críticas, sirven también de morgues transitorias.
Nuestra vida, tal como la conocíamos hasta hace algunas semanas, ha cambiado profundamente a consecuencia de la inserción del Covid-19 en las sociedades contemporáneas. Quizá de momento no percibamos los cambios en su real dimensión. Nada volverá a ser como antes, a despecho de los espíritus nostálgicos que idealizan la situación previa al virus: hacía falta un estímulo potente y poderoso que diera el impulso para tomarse más enserio la idea de un cambio, de un nuevo pacto social que mitigue los efectos del capitalismo tardodecandente y su afán depredador. La velocidad con que se propagó el virus en todo el mundo contrasta con la mayor o menor lentitud con que los Estados han asimilado la idea de tomar medidas para contener el avance del patógeno. En la región, a diferencia de sus homólogos de México, cuya reacción fue morosa y tardía, y de Brasil, que frivolizaba la crisis con expresiones harto irresponsables y de cuño economicista, como haciendo eco de la actitud evasiva e irresponsable del titular de la Casa Blanca, el Ejecutivo en el Perú, desde el principio y hasta ahora, está siendo muy comedido y responsable en procura de una atención integral de la crisis sanitaria que agobia al mundo entero. Al 8 de abril, México y Perú reportaban cifras semejantes: 2.785 y 2.954, respectivamente, aunque las medidas restrictivas en México apenas empezaban a implementarse y todavía con mucha laxitud. Al cierre de esta nota México reporta 5.847 casos positivos y 449 muertes, mientras el Perú reporta 11.475 casos positivos y 254 muertes. Habrá factores culturales y antropológicos que, a su debido momento, ayudarán a comprender esa diferencia en el incremento de los contagios. En Brasil se registran 29.214 casos positivos; de los 3.293 fallecidos en la región, 1.769 son brasileños y 403 son ecuatorianos. Después de Brasil y Perú, las cifras más altas en contagios se registran en Chile, con 8.807, y en Ecuador, con 8.225. Las cifras oficiales, como es sabido, siempre están a la saga de las cifras reales. Ningún país sobrevive ni subsistente sin la nación, la población que lo sostiene y que, a fin de cuentas, le da sustento y realidad.
En el nuestro país, el Perú, la inserción de la Covid19 tiene rasgos particulares. Si bien, como acabamos de decir, es el primer país en la región en encarar la crisis con actitud seria y responsable vocación de cuidado, con la intención diametralmente clara de darle una atención integral a la crisis, los resultados, no obstante, no vienen siendo muy distintos de los que se vienen dando en los países vecinos. En solo ocho días se han reportado 8.521 nuevos casos positivos: un incremento brutal del 388%. A mi modo de ver, dos factores simultáneos concurren a esta circunstancia: la precariedad estructural y la indolencia cínica. Ambos son resultado, creo yo, de un reconocimiento negativo que solo sabe subordinar al otro al imperio de una voluntad heteronormativa, herencia viva del colonialismo fundacional. Por una parte, la precariedad en la que vive buena parte de la ciudadanía, históricamente postergada y acaso forzosamente acostumbrada a la desigualdad y la inequidad por la maquina retórica del sistema capitalista neoliberal, que no ceja en la opresión ni siquiera frente a la crisis sanitaria.
Al gobierno le faltó un enfoque antropológico a la hora de diseñar las medidas restrictivas, que, si bien no son inoportunas, sí resultaron abstractas e impracticables en los contextos más precarizados. Somos un país tan profundamente insolidario, desigual e injusto, que la brecha social hace ahora que los vulnerables lo sean todavía más frente a la Covid-19, una enfermedad importada que pone de cara, inflexible, a nuestra propia fragilidad como seres humanos. La fragilidad es condición humana. Lo saben, más aún, no solamente en la teoría sino también en la práctica, los desposeídos, excluidos y miserabilizados que no tienen más alternativa que sobrevivir cómo pueden en el día a día. Esa conjunción de hambre y enfermedad recrudece la realidad de los marginados. Se comprende que no tengan más alternativa que salir a la calle y que asuman el riesgo de contagiarse. Lo que no resulta comprensible es el otro extremo, pues, por otro lado, la indiferencia, la indolencia y esa actitud disolvente con la que muchas personas frivolizan la dimensión trágica de la pandemia, que no los inhibe de convertirse en portadores y focos de contagio: que los muertos se cuenten por miles cada día los deja impertérritos, acaso porque conciben que los muertos son cadáveres ajenos y sin rostro, sin nombre, sin historia y sin experiencia que dé cuenta de la profundidad vital que les daba sustento ético, relacional, que los vinculaba a todo su entorno afectivo y social: familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, etc.
Nada de eso quieren ver los frívolos y nihilistas: no son capaces de verlo porque hacen la cuenta de que aquello no existe sino en una realidad paralela que no los involucra y creen que es mejor refugiarse en el más chato individualismo e incluso en la ignorancia, razonando —el verbo es exagerado— que entre menos se enteren y sepan de los avances del virus, más protegidos están de sus efectos: la ignorancia querida es su escudo. Vaya tontería perversa y contraria a la ética más elemental: como si el principio de realidad no hiciera lo suyo. Entonces se sienten con licencia de salir a la calle, de sumergirse en aglomeraciones. Terrible y perversa actitud que desconoce el Estado de Derecho y pone en peligro la salud pública: “Si me va a dar la Covid-19, pues que me dé; total, de algo hay que morir”. Así responden cuando se les interpela, esos nihilistas anárquicos que salen por salir nomás, sin que sus circunstancias vitales lo justifiquen.
Por eso mismo, buscando un poco de calma, también escribo estas líneas con la conciencia exacerbada por la indignación, la frustración, la impotencia y la contrariedad: porque tal actitud es éticamente reprochable y, aunque quisiera, no me deja indiferente. ¿Podría hacerlo? No. Porque, como humanista, nada de lo humano me es ajeno. Menos ahora. Pero, por supuesto, nada obliga a nadie a dolerse y compungirse por muertos ajenos.
Es cierto: no se puede obligar a nadie a ser empático y resiliente. Mas tampoco eso legitima y autoriza la decisión del indolente que quiere convertirse en portador y divulgador del virus cuando incumple, con viveza criollísima, el aislamiento social obligatorio y se siente por encima de las medidas impulsadas por el gobierno con buen tino para evitar la propagación y la masificación de la virulencia. Nociones tan básicas como el autocuidado y el cuidado del otro —centrales en la actitud del gobierno— no van con esos suicidas sediciosos que se saben un peligro para la salud pública tanto como saboteadores de los mejores esfuerzos del Estado en la guerra contra el Covid-19. Pero, ¿por qué? Y allí empiezan las demás preguntas: ¿Cómo explicar esta actitud? ¿Es un problema de entendimiento? ¿O es un problema de comunicación? ¿O es que no son lo suficientemente claras y enérgicas las encarecidas interpelaciones y las continuas explicaciones del gobierno, con sus aciertos y desaciertos? ¿O es que hará falta, acaso, que el Presidente Vizcarra vaya de ciudadano en ciudadano, de puerta en puerta, hablándole a cada uno, uno por uno, hasta persuadir a los más de treinta millones de ciudadanos que conformamos la nación peruana? Una cosa es clara: la Covid-19 tiene aliados que, en estas circunstancias, lo hacen aún más peligroso. Una conversación casual de dos ingenuos que ignoran que uno de ellos es portador de la Covid-19 podría resultar mortal: para ellos y para su entorno.
La circunstancia misma invita a la reflexión objetiva, sin duda, pero también a la introspección. Es cierto que no se puede variar de un día para otro las costumbres labradas disciplinadamente por el hábito cotidiano sin que el cambio ocasione trastornos en las costumbres más arraigadas y creíamos las más naturales, además, por supuesto, de múltiples e incontables incomodidades, así como miedo, frustración e impotencia, porque no todos estamos acostumbrados de la misma manera a la soledad, ni con la misma intensidad ni por los mismos periodos de tiempo. Pero nada ganamos si queremos hacernos los ciegos, porque la situación actualísima ya impuso cambios drásticos e irreversibles. Falta ver sus consecuencias en el media y largo plazo.
Filósofo maestrante en la Pontifica Universidad Católica del Perú. Estudió humanidades y filosofía en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya después de cursar estudios de derecho en la Universidad Nacional de Piura. Sus intereses intelectuales orbitan los vínculos entre la ciencia, la cultura, la ética y los derechos humanos. Ha trabajado en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y la Defensoría del Pueblo, entre otras instituciones nacionales e internacionales..
DANY CRUZ-GUERRERO
filósofo y escritor
Estudió en la Escuela Superior de Arte Publica “Ignacio Merino” (Piura, Perú). Ha sido premiada a nivel nacional e internacional. Entre sus distinciones se encuentran: Primer Premio en el Concurso Internacional de Pintura Rápida “Mario Urteaga Alvarado” (Cajamarca, Perú), Finalista “Premio Tlaloc”, Museo de la Acuarela del Estado de México (Toluca, México), Seleccionada en el Festival Internacional de la Juventud de Acuarela (Plovdiv, Bulgaria), ente otros.