Ceviche, poesía hecha de pescado y limón, poesía que se lee a cucharadas; acrobacia lujuriosa en el paladar; palabra multicolor que evoca la profundidad del mar, el verde intenso del limón más fresco, el masoquismo de un ají bien picante, la esperanza que sugiere el culantro y la amistad de los piuranos; porque el ceviche tiene el raro embrujo de juntar a las personas. El ceviche no es comida para uno, el ceviche siempre reúne. Y qué mejor ocasión para probarlo que los primeros días del año, este tiempo de reencuentros, de celebración constante y resaca.
Hay momentos en la vida que están escritos con letras
de oro: volver al hogar, estrechar la mano de los amigos a los que no se ve
hace mucho, sentarse frente a un buen ceviche de caballa fresca; como esta
mañana que empieza a roer el nuevo año, en la que de pronto todo eso se ha
juntado en un solo momento para volverlo inolvidable: Chulucanas, el lugar al
que uno siempre desea volver; Juan Chiroque y Javier Vega, los amigos siempre
entrañables. ¿Y el ceviche? El ceviche esencialmente piurano, no el que se
consigue en un restaurante, sino el que sirven las chicheras que se apostan
junto a los caminos.
En el centro de Chulucanas nos hemos trepado a un mototaxi. El conductor entiende inmediatamente adónde queremos ir, cuando escucha “El Cruce”. La ciudad queda atrás poco a poco, el río Piura, a modo de saludo, nos devuelve la luz del mediodía. Y al frente, el gigante Vicús que conforme avanzamos parece acercarse. El puente sobre el río va quedando atrás, también, y la carretera nos lleva a “El Cruce”, por fin, el punto en el que se unen los dos caminos. De frente, los carros van por la carretera hacia Piura; y a la derecha, por un camino de tierra, hacia La Encantada; en el centro, el cruce de los caminos y los sabores, y pienso que el nombre suena como una cita, como un encuentro inesperado. Debajo de un algarrobo, tres mujeres intentan atender a un público ávido. La chichera corta el pescado encima de la carreta que además de vehículo es ahora una mezcla de cocina y laboratorio del que solo saldrán exquisiteces. Buscamos dónde sentarnos. Unas cuantas rocas sirven de mesas (a falta de sillas, la gente se sienta en ladrillos); y es hermoso sentir la fragancia de la vegetación cercana y el olor de la chicha que ya parece correr como risa por mi garganta.
― ¡Una chicha, señora!
Y la señora, que se llama María Antón Maza, trae presurosa un balde de ese líquido bendito hecho del maíz, que más parece leche de la madre tierra. “Quítele el veneno” la saluda Javier, y luego la señora que, como buena piurana, lleva el cabello amarrado atrás en un moñete, nos cuenta que hace más de un cuarto de siglo viene desde su Huápalas querido, en su carreta tirada por un burro, a vender aquí la mejor chicha y, por supuesto, el mejor ceviche. “Antes -nos cuenta- solo venían los campesinos que se detenían un momento a refrescarse de su viaje a Chulucanas o a La Encantada, pero ahora viene más gente desde Chulucanas, exclusivamente aquí”. Claro, pienso, ahora ya no es solo un lugar de paso, mientras veo cómo alrededor hay más de siete mototaxis, y hasta un auto.
Cinthya, la hija adolescente de doña María, se acerca con la fuente del ceviche. No sé si me hace más feliz la visión de su belleza de muchacha Vicús o el olor del pescado crudo bañado en el más ácido limón chulucanense y acariciado por el culantro y el ajicito. Abrigada entre dos trozos de yuca y escoltada por la cancha, la caballa es la reina aquí. Juan devora una buena presa y la emoción lo hace exclamar: “Este ceviche no te lo prepara ni Gastón Acurio”. Y claro que no, pienso, aquí todo está en comunión con el campo, ajeno a todo artificio. Como si el agua, la tierra, la piedra y el fuego se hicieran uno solo en cada trago de chicha, en cada cucharada de ceviche.
― Señora, ¿dónde aprendió a preparar un ceviche tan rico?
“No sé, me enseñó mi mamá Fedima Maza. Ella también vendía chicha”. Y no me atrevo a preguntarle nada más porque finalmente el ceviche es una obra de arte cuya preparación está hecha de misterios. Tal vez el limón que se escurre por entre los dedos de doña María al exprimirlo.
― –Ahí está Carpincho – me codea Juan.
― –¿Quién es?
En otra mesa, en medio de las risas un paisano es dueño de la felicidad. Sombrero de paja, baquetas de caucho en los pies y la clásica camisa arremangada.
― –Es un viejito que, cuando se emborracha, se le da por recitar cumananas.
― –Invítenlo para acá- les digo.
Javier le hace un gesto, jarra en mano, y don Pedro Timaná Atarama, nacido en Vicús hace setenta años nos viene a deleitar con esas coplas que los piuranos hemos sabido cargar de picardía y sazón.
Cuando sepas que yo muera
no preguntes quién murió
acércate al cementerio
y sabrás que he sido yo.
El rostro de Don Pedro Timaná parece tallado en piedra. Los 70 años no han pasado por él. “Parece de 40” dice Juan. Cuando le pasamos la jarra, el rostro se le enciende y se bebe un poto de chicha como si se estuviera bebiendo el agua sagrada. Más tarde, a don Pedro se le achispa el alma y nos cuenta que hace años viene intentando sin éxito enamorar a la prima de la señora María, una muchachona, según él, de 40 años. Le damos ánimo para que lo intente de nuevo hoy, y él le suelta el fuego de los siguientes versos:
A tu casa yo he venido
ya sabrás a lo que vengo
a darte mi corazón
porque dinero no tengo.
La aludida quiere mostrarse indiferente y seria, mientras lava unas jarras en una tinaja, pero no puede evitar que su coquetería natural y el poder de las palabras de don Pedro, la hagan sonreír.
Atardece, la chicha nos va empujando poco a poco a los brazos de Baco, y es hora de volver. Antes de despedirnos, nos deleitamos con la última cumanana de don Carpincho al que la chicha lo ha puesto más atrevido:
Mujer, ¿por qué eres ingrata?,
¿por qué permites que muera?
Si no me lo vas a dar,
enséñamelo siquiera.
Ya en la carretera, los carros pasan veloces. Van hacia Piura o vuelven a Chulucanas. Volver, volver siempre será mejor que partir, como decía el gran Ribeyro. Juan y Javier hacen señas con las manos, pero las motos pasan ocupadas. Y así nos vamos poco a poco, saludando la siesta del Vicús y deseando volver.
JOSÉ LALUPÚ VALLADOLID (Piura,1981)
Catedrático y narrador. Primer puesto en el área de cuento y poesía en los Juegos Florales de la Facultad de CCSS y Educación de la UNP (2001); Primer puesto en el área de cuento en el mismo certamen (2003). Ganador del Concurso de Cuentos para Escritores Noveles organizado por la Editorial Pluma Libre (2007). Publicaciones: poesía: Haykus (Edit. Hesperya, Asturias, 2008), Es la garúa (Edit. América, Lima, 2012); cuentos: Ciudad Acuarela (Edit. Altazor, Lima, 2013) y Perra memoria (Edit. Lengash, Piura, 2015).